Cuando tratamos con personas

A veces se nos olvida que estamos tratando con personas y que pequeños gestos en el trato "hacen la diferencia".

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Patricia Lanza

El otro día, preparando una propuesta, una compañera y yo hablábamos de la "experiencia cliente", un paso más allá de la atención al cliente. Una de las cosas que me comentaba es cómo un pequeño gesto por parte de la persona que está de cara al cliente, un gesto que apenas cuesta esfuerzo pero que supera las expectativas del cliente, consigue producir en él una experiencia totalmente diferente y remarcable, una experiencia tal que provocará que considere a la marca u organización más positivamente, e incluso que la recomiende a familiares y amigos. Justo eso es lo que buscan todas las empresas: que sus clientes se conviertan en sus mejores embajadores y que sea ese boca-oreja la principal estrategia de marketing.

Así, muchas organizaciones dedican esfuerzos a formar a sus empleados en atención al cliente: cómo dirigirse a él, cómo detectar sus necesidades, cómo manejar los conflictos que surjan... Todo esto es, obviamente, fundamental para incrementar la calidad de la atención.

Pero hay ocasiones que la calidad de atención se queda corta. Cuando te encuentras en situaciones especialmente delicadas, esos pequeños gestos son más que una cuestión de atención, es una cuestión de humanidad.

Porque a veces perdemos la perspectiva y cuando estamos de cara al cliente olvidamos que tratamos con personas, no con números o cosas. Personas que tienen sentimientos, necesidades, ilusiones, miedos...

Y si esas personas están en circunstancias que les hacen especialmente vulnerables, más relevante es aún el gesto.

 

 

Sabemos que hasta los gestos más sencillos, por mucho que hayamos formado a las personas, en muchos casos no se ponen en marcha por múltiples motivos: empleados que están quemados, estrés, prisas, problemas personales... Hasta algo tan sencillo como una sonrisa parece que se hace inviable en determinadas situaciones. Pero quizás en esas ocasiones, si fuéramos más conscientes de cómo ese gesto "hace la diferencia", también sería más probable que no costase tanto ponerlo en marcha.

Pensemos en lo que cuesta: sonreír, tocar un brazo, hacer una llamada, preguntar "¿Cómo se encuentra?", etc. Y, sin embargo, ¿qué impacto tiene en una persona que siente miedo un pequeño contacto físico?, ¿cómo afecta a alguien angustiado una llamada para dar una información que reduzca su incertidumbre?, ¿qué sentirá un enfermo cuando se le hace una pregunta interesada genuinamente en su bienestar?... Un gesto de segundos o minutos que logra que el cliente sienta que se le trata como una persona.

Y del mismo modo, cualquiera de nosotros, cuando somos clientes, deberíamos ser también más conscientes de la importancia que tiene agradecer estos gestos. Porque vivimos en una sociedad más acostumbrada a tirar del "libro de reclamaciones" que de agradecimiento sincero. Porque tendemos a pensar que, como clientes, las personas que nos atienden están en la obligación de tratarnos lo mejor que puedan y que, por tanto, no tenemos por qué dar las gracias.

Así, rápidamente nos quejamos, gritamos, pedimos que venga el responsable o, simplemente, decidimos no volver. Pero pocas veces, cuando la atención ha superado nuestras expectativas y hemos recibido esos "pequeños gestos" que nos han hecho sentir especialmente bien, respondemos con un gesto de agradecimiento.

Pero eso es un gran error. Porque las personas necesitamos que se refuercen nuestros comportamientos. Necesitamos sentir que se reconoce que ponemos lo mejor de nosotros en lo que hacemos. Y porque, igualmente, quien nos atiende es también una persona que debe ser tratada como tal. Más aún cuando ha hecho nuestro día un poco mejor.

 

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